martes, 17 de enero de 2012

Children left behind… Mothers in advance…


Hace tiempo que me daba vueltas el tema en la cabeza y justo me llegó la oportunidad de escribir un artículo sobre el tema: las mujeres migrantes empleadas de hogar y su (no) vida familiar. La gran paradoja, ellas, que vienen a España y con su trabajo facilitan que tantas madres puedan ser madres y que tantas familias mantengan su status de familia, tienen restringido su propio derecho a vivir en familia. Como siempre, siguiendo el rigor de los tiempos académicos, me puse como loca a revisar mi material de campo y la bibliografía pertinente, que es bastante poca por cierto. Fui recordando y recopilando muchas cosas, por ejemplo, las leyes y programas sobre este subterfugio de moda en España en los últimos años (de moda antes de la crisis por supuesto), a la cual llaman “conciliación de la vida familiar y laboral”, algo que poca gente conoce. En este papeleo hecho por gente admirablemente optimista que cree que el día tiene 30 horas y que todos los jefes son muy buenos, las mujeres migrantes que trabajan de empleadas de hogar son las grandes ausentes y olvidadas como si no fueran mujeres y como si no tuvieran familia. Normal, si apenas se le tienen en cuenta sus derechos laborales, mucho menos su derecho a vivir en familia. Su propia familia no importa porque la que importa mucho es la familia que cuidan o de quien limpian su casa (que también implica cuidar). Condenadas a ser madres transnacionales o madres casi ausentes, aunque siguen siendo madres: madres proveedoras, pero madres al fin, las mujeres migrantes empleadas de hogar se ven en figurillas para poder llevar una vida digna de familia. A lo largo de los años y aún más con mi trabajo de campo, he conocido todo tipo de casos y estrategias de estas mujeres, quienes de forma admirable afrontan su situación. Las madres transnacionales y tanta bibliografía sobre los “children left behind”, las que se entregaron a la causa y con inmenso esfuerzo sin dejarse devorar por la burocracia borbónica pudieron reagrupar a sus hijos, las que corren de casa en casa para poder llegar a hacer la cena o dar una papilla, las madres solas que se aguantan los sermones morales de las monjas para que les den un hogar donde tener a sus bebés, las que no pueden más y aún sin rendirse envían a su niñ@ a su país de origen porque aquí no los pueden criar, convencidas de que con su trabajo le darán un futuro. Filipinas, dominicanas, ecuatorianas, colombianas, bolivianas, hondureñas, argentinas… todas madres, esposas, novias, hermanas, hijas, amigas, vecinas y trabajadoras invisibles. No puedo evitar lagrimear cuando pienso en esto. Recuerdo siempre una cita de Rhacel Parreñas de cuando estudiaba el máster, del libro sobre los hijos e hijas de las filipinas que se quedan en su país y sus madres migran. En un momento, decía algo así como “Some women have the option of living with their children, while others do not”. Se me caían las lágrimas y me levanté enseguida a ver a mi hija que todavía dormía en su cuna en la habitación de al lado. Me reconocí, en efecto, como una madre súper afortunada por tenerla al lado mío. Pero más allá de la sensibilidad académica de progre de clase media, este post pretende ser un homenaje a una persona muy especial, que me regaló con absoluta entrega su historia para mi material de campo y que poco a poco se va convirtiendo en una amiga. No puedo, ni debo, ni quiero, decir su nombre por el respeto a su intimidad, así que la llamaré, solo por hoy, Clara.

 
Clara es una persona muy optimista, valiente, luchadora y con tremenda fe. Tuvo a su hija aquí en Barcelona pero sus circunstancias hicieron que decida llevarla a su país de origen por un tiempo y dejarla al cuidado de su madre, otra de las tantas señoras latinoamericanas que se vio de pronto, lo imagino, en el papel de abuela-madre. Como Clara no podía viajar a su país porque aún se encontraba en situación irregular, una de sus hermanas llevó a la beba de ocho meses en un viaje relámpago y Clara se despidió de su hija en la estación de tren de Sants (Barcelona). Puedo, y pueden, imaginar la desazón. No deben existir palabras para describir lo que una madre siente al ver alejarse a su hija bebé en brazos de otra persona hacia otro país. Clara apenas puede contarlo porque se quiebra y llora aún casi tres años después de dejar a su hijita, el único momento de la entrevista en que se quiebra. Me cuenta que cada tanto vuelve al mismo lugar donde se despidió de su hija, donde le dio el último beso, a modo de ritual, como si allí hubiera quedado talvez su olor, algún recuerdo, su imagen… o como si eso la ayudara a enfrentar y procesar. Es impresionante escuchar tanta fortaleza y a la vez tanta debilidad. Su hija creció, comió, caminó, jugó, habló y se relaciona como cualquier nena en su primera infancia, bajo el cuidado de sus abuelos, convertidos en primeros referentes, por supuesto. Este año que pasó, por fin Clara pudo viajar a su país y volver a verla, abrazarla, conocerla y hacerse conocer como su mamá. Demás está describir su alegría y emociones. No sin traspiés, problemas y muchas cosas por resolver, Clara está en este mismo momento en su ciudad natal ultimando los preparativos para que juntas, ella y su hija, tomen el avión de regreso a Barcelona y la niña comience la escuela donde está apuntada desde hace meses. Sin dudas, no será fácil el futuro, y menos en estos tiempos, pero estoy segura de que Clara seguirá luchando incansablemente.   
La historia de Clara es una de las tantas historias de estas mujeres globales, que cuidan a niñ@s ricos y sagrados o a abuel@s, de los cuales el estado de Bienestar se acordó hace poco de que existían. De ellas todavía no se acordó. La sociedad apenas reconoce el trabajo de estas mujeres y mucho menos asimila que estás mujeres tienen familia… y derecho a estar con ella! Simplemente, no existen, ni ellas, ni su familia. Gracias al trabajo de Clara, una madre (adinerada) pudo criar con más facilidad a sus hijos, sin que el capitalismo entorpezca su labor, pero ella se vio resignada a no criar a su hija. “Qué mal montado que está el mundo!” Me dijo la misma jefa de Clara, por cierto una persona muy buena y muy respetuosa como jefa, que ayudó mucho a Clara, pero que sin embargo, no resignó el tener una empleada hasta las 8 de la noche y Clara se quedó sin trabajo antes de parir, ocupando su lugar su hermana, soltera y sin hijos. Los hijos de la jefa eran más importantes que su hija y nadie le cubría la baja maternal. Más adelante volvió a trabajar, pero al no poder sostener la situación se vio obligada a tomar la decisión de enviar a su hija con sus padres.   


Es como dicen unas académicas de renombre: mala redistribución de los recursos, del dinero y del afecto también. Es la exportación del afecto lo que sostuvo la vida reproductiva de los países ricos en las últimas décadas. Así como antes se llevaron el oro, la plata, el cacao, el marfil, el caucho… ahora se llevan, traen, el afecto, mediante las migraciones de mujeres que se insertan como empleadas de hogar, el sector de más expansión en el mercado laboral español. Al igual que nos pasa cuando compramos en un chino o en una gran tienda multinacional, lo sabemos… pero no asumimos del todo que somos parte de un perverso mercado global, y mucho menos, asumimos que es un solo mundo…           
Podría decir mucho más, pero lo dejo aquí, espero que me salga bien el artículo. Y a Clara y a su hija les deseo lo mejor! Va por ti ;) 

Epilogo: Por el derecho a migrar y a no migrar. 

jueves, 24 de noviembre de 2011

Hoy conocí a Charo

Pocas palabras me bastaron para que Charo me invitara a su casa sin conocerme. Ella no entiende de tesis, ni de trabajos de campo, ni mucho menos de protocolos académicos, pero mostró absoluta disposición para regalarme su historia.
Charo vive en la frontera, pero no precisamente porque su hogar esté en una punta del mapa, ni al lado de un muro; vive en una de las tantas fronteras sociales de Barcelona, delimitada por el poder económico. Su referencia para indicarme la zona donde vive fue “El Foro”, un mega complejo arquitectónico  construido hace pocos años que poca gente entiende qué es, pero que todo el mundo sabe dónde queda, al igual que otros símbolos ostentosos de la Barcelona que quiso renovarse en el Siglo XXI. Siguiendo sus indicaciones, caminé por el carrer Llull. De un lado, los hoteles de lujo, centros comerciales y edificios imponentes con parques perfectos, enormes ventanales vidriados que se confunden con el cielo, y terrazas selváticas. Del otro lado, bloques de edificios de viviendas baratas que aún no fueron barridas por la especulación inmobiliaria, niños jugando y ropa colgada de las ventanas. Parada en su portal podía ver casi entera la Torre Agbar, sabiendo que a solo dos calles de allí, comienza el barrio “La Mina”.
Es la misma Barcelona dividida que coexiste – pero no convive - adentro de las casas, la Barcelona dividida entre la élite poderosa y adinerada, y la Barcelona del servicio para ellos. Como muchas de las mujeres de origen inmigrante, Charo trabaja en la zona alta de Sarriá como empleada y cuidadora de una señora mayor. Es una de las pocas mujeres que está contenta con su trabajo, y no por conformista.

Me abre la puerta como si me conociera de toda la vida. Se sentó y comenzó a hablar. Otra vez pocas palabras me bastaron y muy pocas preguntas. Charo no entiende de guiones y mejor así, se pone a contar enseguida con orgullo sobre su llegada a Barcelona y sobre su querida Dominicana natal. Es una mujer que impone. Su cuerpo enseña que parió y crió a siete hijos, trabajando sin parar desde su infancia, y que ahora con poco más de 40 años y con un hijo de 3 años “que vino de sorpresa” también es abuela de tres criaturas más, con la autoridad y el significado de lo que significa para ella ejercer de abuela. Sin querer caer en estereotipos, Charo me transmite la figura de una auténtica matriarca caribeña. Una mujer sin límites, gastada pero inagotable.
La decoración del piso, los olores del barrio y hasta la tormenta de primavera de aquel día hacían que me sintiera un poco en el Caribe. El niño con la camiseta del barça completaba el cuadro perfecto transnacional.      
En una hora y media de charla, y a pesar del reclamo constante de su hijo menor que se trepaba sobre ella, Charo no dejó escapar ni una mueca, ni un soplido, ni nada que indique un atisbo de cansancio o de incomodidad. Mientras charlaba, daba órdenes a su marido o a su hija mayor, solucionando algunas cuestiones del hogar: Sandrita, traiga las galletas para su hermano por favor, que el acolchado ese tiene que llevárselo Virginia, se ha largado a llover y entra agua por la persiana rota, mañana compraremos la carne… Pero ni un solo microgesto en su cara indicaban prisa o malestar, ni por los temas de la casa, ni por el niño inquieto y con sueño que se trepaba encima de ella, ni por la intrusa que le hacía preguntas sobre su vida. En ningún momento de la conversación se le desdibujó su sonrisa. Charo seguía hablando y hablando. Enseguida mi mente empieza a recorrer algunos textos que me resuenan sobre feminismo que hablan de ellas. Escribimos como si las conociéramos y como si supiéramos más que ellas. ¿Qué podemos decir sobre estas mujeres desde el feminismo “blanco” europeo si apenas las conocemos? ¡Cuántas cosas nos podría enseñar Charo a tantas intelectuales que dejamos tantas veces de sonreír por culpa de nuestras ansiadas carreras y vidas académicas! 

A pesar de la fuerte lluvia, y no sin las recomendaciones e insistencias de Charo en ofrecerme todo tipo de recursos para no mojarme – su espíritu de matriarca cuidadora es a toda hora y con todo el mundo – salgo a la calle con una satisfacción inmensa. No sólo por el trabajo realizado, sino porque comprendí que el legado era mucho y más de lo esperado. Conocí a una persona de gran valor, un alma que contagia alegría, aunque suene cursi decirlo, aún con el cansancio en el cuerpo y el agobio y costos de haber arrastrado a una familia entera a la aventura migratoria. Volví a caminar por el carrer Llull hacia el metro, otra vez observando el paisaje urbano de las fronteras sociales y me invadió una sensación un tanto infantil de que las mujeres-hadas existen y de que fui tocada con su varita. Me di cuenta de que yo también estaba sonriendo. Charo: una mujer gastada y fresca. Ignorante y sabia. Rural y urbana. Imponente e invisible. Habitante de la frontera. Cuidadora del universo.  

Charo pasará a ser una entrevista más, parte de la llamada “muestra”, su nombre será parte de una larga lista de mujeres que figurarán seguramente en el capítulo metodológico. Leerán citas de ella pero ningún jurado se enterará de su sonrisa. Y Barcelona seguirá manteniendo la sonrisa de Charo del otro lado de la frontera. 

La sonrisa de Charo no quedará registrada en mi tesis, pero yo nunca me olvidaré de su imagen mientras hablaba, de su canto, de su magia, de su alegría… ¿Hay acaso un regalo más bonito que la gente te regale su propia historia acompañada de una amplia y espontánea sonrisa?  

sábado, 19 de noviembre de 2011

Exabrupto de buena madre posmoderna (pecadora y vigilada, pero aún sin castigar… )

Me había dormido tarde, la nena tosió toda la noche y se despertaba pidiendo agua o el jarabe. Como suele suceder alguna vez a casi todas las buenas madres posmodernas que se despiertan de noche, me quedé dormida. No tan dormida cómo para llegar tarde a la escuela pero sí lo bastante dormida como para tener que correr. Como buena madre experimentada, sabía que el resfrío de la nena no era como para faltar a la escuela, pero aproveché la excusa para “observarla”, ayudarla a expectorar y, con la conciencia no muy limpia, dormir un rato más mientras las criaturas miraban la tele, tosiendo de vez en cuando. Llevé a la prole a la escuela más tarde. El portero-vigilante-secretario nos abre la puerta y en el mostrador de la secretaría pone un gran cuaderno donde ya había escrito la hora de llegada a la escuela: 11:42 AM. “Què veniu del metge?” No, respondí yo. (Una buena madre posmoderna en Catalunya ha de parlar català).  ¿Qué le voy a explicar?  ¿Qué me quedé dormida porque me gusta trasnochar? ¿Qué anoche estaba triste porque tenía mal de amores? ¿Qué estoy un poco deprimida y odio las mañanas? ¿Qué estoy agotada con un hijo hiperactivo y una hija caprichosa? ¿Qué en realidad tenía ganas de seguir durmiendo, que era la pura verdad? No. Nooo! Una buena madre posmoderna no da esas explicaciones ni confiesa sus pecados ante el personal de la escuela. Aún con la resonancia de pecadora en mi cabeza, le expliqué con soltura: La nena tenía mucha tos y no sabía si se pondría bien o no. “Ah, no portas certificat del metge, no?”. No. Muy suelta yo, escribí los nombres de mis hijxs, firmé donde corresponde, puse mi DNI (joder, hasta el DNI!) y puse NO en el espacio del certificado médico. Los peques, contentos, cada uno a su celda, digo, a su clase, con sus mochilas cargadas en la espalda. Es muy lindo verlos subir la escalera juntitos los hermanitos y luego cada uno, con seguridad aunque no los vea, sé que se van por el camino correcto. Ni se esconden en el baño, ni se escaquean, ni nada de eso, a esta generación ya no se le cruza eso por la cabeza o bien no tienen edad aún para que se les ocurra. Miro a mi alrededor. Sé que está pero no lo veo. Es El Ojo que todo lo ve. El mismo que mira a mis hijos chiquitos que van a su celda, digo, a su clase - perdón, otra vez se me escapó - por el camino correcto sin desvíos. Siempre está El Ojo que todo lo ve, como el de 1984 de Orson Wells, el panóptico del cual hablaba Foucault, parecido a los que hay en las cárceles, ese mismo que no nos permite firmar muchas veces ese libro gordo del secretario-vigilante de la escuela. No hay una norma escrita ni nadie que me diga “no puede quedarse dormida y traer los niños tarde a la escuela más de tantas veces”, pero yo lo sé. Es él, es El Ojo que vigila constantemente nuestra sociedad, el mismo que condiciona, vigila y abruma a las buenas madres para que no se excedan en sus pecados y sean buenas madres.
¿En qué creen que radica el famoso stress de las buenas madres posmodernas? ¿En compaginar el trabajo y la maternidad? ¿En preocuparse por estar lindas? ¿En complacer marido, jefes, hijos y amantes? ¿En las tareas de la casa? Nooo! Que va! Todas podemos hacer todo eso. Y los hombres también! Ahora hay hombres-papás (maridos y ex) posmodernos también, que hacen todo: ejercen su paternidad, comparten el tiempo con las madres, cocinan, lavan, limpian debes en cuando, bajan la tapa del wáter, se sientan a hacer los deberes con los hijos, van a las reuniones de padres (rodeados de madres), algunos hasta son buenos maridos y otros hasta planchan! Pero ellos, al parecer, no están tan estresados como nosotras. Imagino a uno de estos super padres posmodernos quedarse dormido y llevar a sus hijos a la escuela a las once. El secretario-vigilante le preguntará por el certificado médico, él dirá que no muy tranquilamente, que su hija tenía tos. El secretario-vigilante pensará, que buen padre! Si lleva a sus hijos a la escuela, si cuida a su nena con tos, seguro que es a priori un destacado padre! Excepcional! No pone cara de desconfiado si no tiene certificado. El padre volverá a su casa o irá a su trabajo muy contento, porque su labor de super padre le merecía un descansito extra tras una mala noche y porque sabe que dormirá bien, arrullado por ángeles que lo felicitan por ser buen padre, sin que lo moleste el maldito Ojo que todo lo ve. El panóptico de Foucault, por ahora, mira en otra dirección. Sí, señoras. Digo que la culpa del stress de buena madre posmoderna no está en compaginar nuestras vidas y hacer todo a la vez. Es culpa de El Ojo y de los dilemas que nos presenta este Ojo. ¿Dejo los hijos con otra persona para ir a yoga? ¿No tengo ganas de cocinar y hacemos huevos fritos? ¿Dejo el bebé en la guardería un rato más para dormir una siestita yo? ¿Me olvidé el bocadillo de la “merienda equilibrada” y le compro un donut? ¿Le digo al padre que se quede con ellos porque me voy a una fiesta? Claro que una buena madre posmoderna resuelve estos dilemas, siempre bajo la mirada del ojo (y a veces se necesita la aprobación de una amiga, familiar o hasta psicóloga!) Hacemos huevos fritos y compramos un donut cada tanto, dejamos a nuestros hijos con gente responsable, vamos a una fiesta cuando toca… Pero El Ojo está ahí, nos mira siempre, nos mira en la fiesta que no nos emborrachemos tanto, nos mira cuando compramos un donut, que no sea muy seguido, no te pases del límite. El panoptic machine vigila también nuestro hogar, debe estar limpio, no podemos mandar a nuestros hijos al cole con la ropa sucia, no podemos mirar la tele si hay que hacer deberes, nunca faltan klinnex ni papel higiénico, hay que erradicar los piojos, no pasarnos del baño más de un día, las nenas deben estar peinadas, no podemos tirarnos en el sofá a llorar delante de ellos, no podemos gritarles cuando estamos sensibles por culpa de nuestras hormonas. La paciencia y la sonrisa ante todo porque El Ojo te está mirando y vigilando de que seas una buena madre, posmoderna o no. Si cantas de buen humor y hablas con dulzura de hada mientras preparas la cena, mejor. ¿Por qué tanta responsabilidad y exigencia a las madres? El buen padre, la buena tía, y hasta la super abuela van a yoga, preparan los huevos fritos y compran el donut sin cuestionarse nada. Lo tienen permitido, a ellos no los vigila tanto El Ojo. La madre tiene que educar, proteger, apoyar, dar el ejemplo, portarse bien ella misma para transmitir estos llamados “valores de madre”, que son nada menos que los “valores” de la sociedad, los que nosotras debemos transmitir junto con las instituciones. Ay! Vaya tarea! Junto a esas mismas instituciones que nos vigilan. Allí está la escuela que nos pide el certificado del médico (¿una madre no avala por sí misma que su hija tenía tos esta mañana?), que nos pide informes de una psicóloga (¿una madre no sabe sobre el bienestar y las necesidades emocionales de su hijo o hija?). Allí está el médico hablándonos de las dietas equilibradas (¿A una madre bien alimentada no le enseñó su propia madre sobre la buena alimentación? ). Allí están los libros de texto diciéndonos lo que les tenemos que contestar a nuestros hijos cuando preguntan sobre flores, animales o volcanes. Allí está la psicóloga para indicarnos donde van los límites, a qué hora es mejor que haga los deberes o qué deporte es mejor que practique. Allí está la maestra explicándonos la forma de ser de nuestros hijos como si nosotras no los conociéramos. Y allí estamos cada día nosotras, haciendo todo, absolutamente todo lo mejor posible bajo la estrecha vigilancia de El Ojo que todo lo ve. (Ojo! No es Dios, es El Ojo que todo lo ve). Si un día no tenemos tiempo de hacer los deberes (deberes = lo que el nene no tuvo tiempo de hacer en clase) hay que escribirle una nota al profe argumentando los motivos de forma breve (de forma breve, dije, que no parezcan excusas). [Permítanme un desvío entre estos corchetes, elipsis se llamaba? Si el nene me trae a clase lo que no terminó en la escuela, me pregunto qué diría el profe si le digo que no le corté las uñas porque no tuvimos tiempo, que por favor, se las corte en la escuela??? Comprenderán mi descarga, dije que era un exabrupto]. Seguimos. Entonces…  ¿Por qué tanta exigencia y tanta vigilancia y tan poca confianza? O bien, encima de tanta vigilancia, no nos tienen confianza? Por supuesto mis queridas amigas madres! No es que no nos tengan confianza, al contrario, el mundo hoy en día, la sociedad, confía plenamente en las madres porque no hay en quién más confiar. Y como confían plenamente, nos tienen vigiladas en todo momento. El mundo sólo depende de nosotras amigas madres! No exagero. Somos el pilar de la sociedad, la única vieja y tradicional institución que se mantiene en pié. Ya no es la familia, solo quedamos las madres. Y no es por parir. Es por cuidar y educar, el equivalente a vigilar para el capitalismo! Educar y cuidar la futura mano de obra "productiva" y consumista, eso es. Seres que se encarrilen en el sistema, que consuman pero que no consuman sustancias sospechosas, a ver si te sale algún artista revolucionario! Que tengan disciplina, que no se queden dormidos para ir a trabajar, que se alimenten bien para ser fuertes, que sepan contestar – y de buen modo – lo que se les pregunta. Para reproducir y cuidar (he aquí la palabra clave) semejantes maravillas solo quedamos las madres!
Y voy a seguir pecando, pero esta vez de antropóloga intelectual, y voy a citar a Arlie Hochchild, una cita que me encanta poner en mis papers (¿A quién se le ocurre ser además de madre, intelectual y feminista?) Esta señora, especialista en “sociología de las emociones”, también madre intelectual - todo entra dentro del paquete de posmoderna - lo dice muy claro en este párrafo: “A medida que avanza el mercado, a medida que la familia deja de ser una unidad de producción para transformarse en una unidad de consumo, a medida que ésta se enfrenta a un déficit en el cuidado y a medida que cambia el paisaje cultural del cuidado, los individuos vigilan con creciente inquietud el único símbolo primordial de cuidados perdurables que aún parece quedar en pié: la madre”.  Puf! Vaya cita! Hablar de cuidados, eso no toca específicamente aquí, esto es un exabrupto, repito. Sobre cuidados, pueden leer mis papers. :)  Pero subrayé lo de “símbolo primordial de cuidados perdurables”. Sí, señoras, somos un símbolo, por eso nos vigilan, por eso nos sentimos vigiladas, y por eso tanta carga emocional  en las espaldas. No son las mochilas de los niños, no es el stress de la cena y el baño, no es el colchón, no son los muebles de IKEA, no es la exigencia del jefe ni la pereza del marido. Es el símbolo con el cual cargamos. En nuestras espaldas está el porvenir de la sociedad misma. No exagero. Lo que ocurre es que en esto de los “cuidados perdurables” – atención al concepto, cuidados perdurables, porque cuidamos siempre y para siempre, incluso mientras dormimos, incluso mientras no cuidamos - antes estábamos acompañadas, ahora estamos solitas, sobreviviendo a base de catarsis y terapias para reponernos y seguir maternando. Alguna dirá, pero está la abuela que ayuda, la hermana… Repito el subrayado: Cuidados perdurables. Así lo decimos, ayudar, eso no entra en la perdurabilidad, el ayudar implica algo momentáneo o complementario. Pero el mensaje de Arlie Hoschild, en otras palabras, es que el capitalismo se ha cargado todo, y sólo queda este símbolo – de cuidados perdurables -, la madre, el que vigilamos con creciente inquietud, dice ella. Ay! Que no nos pasemos del límite! Así es. El capitalismo se cargó primero a la comunidad. Así crecían los niños antes, en el seno de una comunidad (atenti otra vez a la palabra precisa: seno!). Si la madre no estaba, había un miembro de la familia o un vecino (una vecina generalmente). El sentido de pertenencia no era la familia, como en nuestros tiempos, era la comunidad. Los niños tenían padre y madre pero eran de toda la comunidad. Si una madre moría, ese niño seguía teniendo la protección y el soporte, y lo más importante, la identidad de esa comunidad. Pero el sentido de la comunidad en Occidente hace tiempo que no existe. Algunos hippies de los años 60 experimentaron pero al parecer no les funcionó mucho. Pero sí existió en Occidente hasta hace poco, la familia extensa. Ooohh, cuánta gente aún tiene nostalgia de aquellas mesas largas en el campo, dónde madres y abuelas cocinaban, y todas (siempre con a, eso sí) cuidan a todos y todas. El soporte, la contención y la educación también estaba en la abuela protectora, en el abuelo sabiondo, en el tío fuerte que cortaba la leña, en la tía simpática cuenta-cuentos, en la otra tía, en los primos… Si la madre trabajaba mucho, allí estaba toda la familia para cuidar, proteger y educar. A cuidados perdurables nos referimos. Pero ya no. Sobre todo en las ciudades las familias se fueron – otra vez pecando de científica social – nuclearizando-se. Las abuelas perdieron autoridad y respeto, ya no educan, ahora “malcrían”, los abuelos educan poco y van a sus “lugares de abuelos”, las tías solteras van a yoga y viajan mucho, los primos mayores se independizan y hacen su vida. El valor de la familia extensa prácticamente desapareció y la mesa familiar se achicó, ahora sólo caben cuatro. La familia nuclear se convirtió en el pilar de la sociedad y para tomar decisiones ante todo es la madre y el padre.,casi de forma exclusiva. Allí radica toda responsabilidad, autoridad y valores para educar. ¿Pero qué pasa ahora?  Las familias hablan de stress y las científicas sociales hablan de "crisis de los cuidados". Están pasando muchas cosas. Pero principalmente pasa que nos estamos cargando – para bien o para mal depende nuestra ideología – la familia nuclear. “Sube el porcentaje de divorcios”, publican los diarios cada vez más seguido. Sí. No me preocupa el divorcio en sí  – soy  hija de segundas nupcias – por el contrario pienso que es mejor que la gente se separe si se llevan mal o se acabó el amor. Pero la taza de divorcio también me habla del stress. El capitalismo va camino de cargarse la familia nuclear porque el sistema no cuadra. Puf! Tanto hablar de tanta teoría sobre conciliación de la vida familiar y laboral cuando en realidad son puras matemáticas. Premisa básica (falsa): un hogar = una familia = doble jornal. Contradicciones básicas: Las guarderías y las (siempre las) canguros se llevan un sueldo. Más horas de trabajo que horas de escolarización pública. Actividades extra escolares y comedores pagados. Más tiempo de vacaciones escolares que vacaciones de personas adultas. Y a esto le sumamos los “imponderables de la vida real”, diría Malinouski, el antropólogo polaco. Tiempos de desplazamientos en la ciudad, quehaceres de la vida diaria, horarios y exigencias laborales de la pareja, hipotecas, comunicación, problemas de convivencia, carreras y prioridades personales, tiempos de ocio… En fin, que con las abuelas y tías siendo especie en extinción, pocas son las familias nucleares no estressadas y felices, seamos realistas y menos hipócritas. Y no es que los padres no existan. Algunos existen! Y los que existen también están estresados, y algunos hasta deprimidos,... pero la familia nuclear como pilar de la sociedad también está desapareciendo. Esto dará pié a nuevas formas de familias, y me alegro que las vayamos aceptando! Algunas ya van teniendo nombres: Familias monoparentales, familias homoparentales, familias transnacionales, familias BI-nucleares (lo escuché hace poco, me gustó)… Habrá más, ojalá. Mientras tanto, acá estamos las madres vigiladas, porque seguimos siendo el gran símbolo, intentando no pecar mucho, intentando sobrevivir a la presión de El Ojo que todo lo ve, intentando no sucumbir, intentando no pasarnos del límite, intentándolo todo para ver crecer felices a nuestros hijos, intentando erradicar culpas (culpas, siempre arrastrando culpas, de todo tipo!), intentando obedecer al sistema sin tanto machaque, intentando contestar preguntas y resolver dilemas, intentando dormir un ratito más!… porque somos ante todo mujeres, buenas o malas madres, pecadoras, no pecadoras, soñadoras, trasnochadoras o madrugadoras, buenas o malas cocineras, exigentes o vagas, con o sin paciencia, con voz dulce, con voz ronca… Por mi parte, seguiré firmando papeles, le pondré cara de pocker a los vigilantes de carne y hueso, llevaré a mis hijos a la escuela, obedeceré al pediatra, intentaré no quedarme dormida. Es decir, seguiré siendo una buena madre posmoderna. Y me cuidaré un poco de El Ojo que todo lo ve. Ahora bien, un mensaje para todo el mundo occidental, el europeo sobre todo, el más vigilante! Si seguimos sosteniendo el mundo tal como dicen, si seguimos siendo el símbolo primordial de cuidados perdurables, si somos el pilar y sostén de la estructura social, si en nosotras radica el porvenir, aquí va mi suplicia para terminar con este exabrupto: confíen más, vigílennos menos y por sobre todo, cuídennos! Digo nomás, si total por decir… Y no olviden que es un exabrupto…

domingo, 24 de abril de 2011

Tiempos de domingo (y no de cualquier domingo)

Misteriosamente, de pronto noto que la tarde de este caluroso domingo avanza muy despacio. Excursión, bicicletas, pic-nic y hasta los deberes de la escuela hechos. Me sorprendo de mí misma y me regocijo como si me hubieran dado un premio a la madre más eficiente, cosa muy difícil en los tiempos que corren. Y como si fuera un descubrimiento asombroso, se me ocurre ponerles una película y echarme una siesta. Inevitable recurso de madre moderna. Traslado el ordenador a la sala, con las rutinarias precauciones autoritarias que poco sirven, siempre dirigidas al hijo mayor – pobre, lo que pagará en psicólogos – y me voy a mi habitación en busca de esa paz codiciosa, contemplando, no sin ternura, la imagen de dos personitas diminutas sentadas en el sofá, que miran la pantalla con ojos grandes descubriendo en ella un mundo nuevo de enanos, princesas y elfos. Aún no me creo que hayan salido de mi propio cuerpo, que hablen, que piensen, que reclamen, que pregunten… pero ahí están, amándome cada día, aunque a veces crea que no me lo merezco.
Me acomodo en mi cama de costado y mi pensamiento se dispersa en lo que me espera esta semana: planificación del trabajo de campo, un par de eventos y compromisos, alguna reunión, llamadas importantes, el trabajo sobre la luna para Zoe… Rápidamente me ubico en el calendario. Domingo 10 de abril. ¡Con razón no era un domingo cualquiera! Hace exactamente 9 años – era un martes lluvioso - llegué a esta ciudad. Todavía puedo invocar el momento y revivir ese cosquilleo que recorrió mi cuerpo al bajar del avión. Una mezcla de emociones donde se cruzan el miedo y la valentía, los nervios y la tranquilidad. Barcelona lucía tal cual hoy. Las fachadas de atrás de los edificios vistos desde el tren, con las ropas colgadas en ventanas y patios escondidos. El paso apresurado de la gente que camina mirando al suelo. El ruido y el ritmo de una ciudad trabajadora que no acaba de entregarse al turismo.
Las endorfinas iban haciendo efecto y mi pensamiento adormilado se transformaba en sueño, cuando de pronto oigo una vocecita: "Mamá, el ordenador se quedó negro". Esa codiciosa paz de madre que nunca llega y que me recuerda que no gano el premio, pues olvidé de enchufarles el cable de la batería. El pequeño percance es resuelto inmediatamente por el interesado, sin que yo apenas diga o haga nada. En unos pocos segundos en que dejo de respirar, el pequeño adulto de 7 años busca el cable y lo enchufa, acomodando todo como si fuera un auténtico experto. Ese tipo de acciones que las madres no nos acabamos de creer, o bien que no acabamos de aceptar. Así es. Ellos crecen. Nuevamente mi pensamiento se concentra en él. Mi hijo, el mayor, el que siempre me recuerda que el tiempo pasa y cada tanto hace relucir su habilidad para devolverme al espacio donde vivo. Debieron pasar varios años en esta ciudad, cuando reaccioné que vivía en ella. Fue cuando miré al cielo y quise enseñarle las estrellas. Escruté el universo con la vista y no reconocí ninguna. Caí en la cuenta de que estaba de pie en otro hemisferio, junto a un niño que ya exigía respuestas, y que él pertenecía a esta tierra, cuyas estrellas tenían otros nombres. El sutil trauma de madre ignorante perdida en el planeta se me pasó rápido, sabía que unos años después me enseñaría su cielo él a mí.
Al despertar sin saber si he dormido o no, noto que aún se refleja el sol por la ventana. Y el tiempo continúa avanzando muy despacio, como si no fuera domingo de primavera. Nuevamente, una vocecita me devuelve al presente y al lugar donde estoy: "Mamá, tengo hambre".

lunes, 17 de mayo de 2010

Primer intento fallido...