jueves, 24 de noviembre de 2011

Hoy conocí a Charo

Pocas palabras me bastaron para que Charo me invitara a su casa sin conocerme. Ella no entiende de tesis, ni de trabajos de campo, ni mucho menos de protocolos académicos, pero mostró absoluta disposición para regalarme su historia.
Charo vive en la frontera, pero no precisamente porque su hogar esté en una punta del mapa, ni al lado de un muro; vive en una de las tantas fronteras sociales de Barcelona, delimitada por el poder económico. Su referencia para indicarme la zona donde vive fue “El Foro”, un mega complejo arquitectónico  construido hace pocos años que poca gente entiende qué es, pero que todo el mundo sabe dónde queda, al igual que otros símbolos ostentosos de la Barcelona que quiso renovarse en el Siglo XXI. Siguiendo sus indicaciones, caminé por el carrer Llull. De un lado, los hoteles de lujo, centros comerciales y edificios imponentes con parques perfectos, enormes ventanales vidriados que se confunden con el cielo, y terrazas selváticas. Del otro lado, bloques de edificios de viviendas baratas que aún no fueron barridas por la especulación inmobiliaria, niños jugando y ropa colgada de las ventanas. Parada en su portal podía ver casi entera la Torre Agbar, sabiendo que a solo dos calles de allí, comienza el barrio “La Mina”.
Es la misma Barcelona dividida que coexiste – pero no convive - adentro de las casas, la Barcelona dividida entre la élite poderosa y adinerada, y la Barcelona del servicio para ellos. Como muchas de las mujeres de origen inmigrante, Charo trabaja en la zona alta de Sarriá como empleada y cuidadora de una señora mayor. Es una de las pocas mujeres que está contenta con su trabajo, y no por conformista.

Me abre la puerta como si me conociera de toda la vida. Se sentó y comenzó a hablar. Otra vez pocas palabras me bastaron y muy pocas preguntas. Charo no entiende de guiones y mejor así, se pone a contar enseguida con orgullo sobre su llegada a Barcelona y sobre su querida Dominicana natal. Es una mujer que impone. Su cuerpo enseña que parió y crió a siete hijos, trabajando sin parar desde su infancia, y que ahora con poco más de 40 años y con un hijo de 3 años “que vino de sorpresa” también es abuela de tres criaturas más, con la autoridad y el significado de lo que significa para ella ejercer de abuela. Sin querer caer en estereotipos, Charo me transmite la figura de una auténtica matriarca caribeña. Una mujer sin límites, gastada pero inagotable.
La decoración del piso, los olores del barrio y hasta la tormenta de primavera de aquel día hacían que me sintiera un poco en el Caribe. El niño con la camiseta del barça completaba el cuadro perfecto transnacional.      
En una hora y media de charla, y a pesar del reclamo constante de su hijo menor que se trepaba sobre ella, Charo no dejó escapar ni una mueca, ni un soplido, ni nada que indique un atisbo de cansancio o de incomodidad. Mientras charlaba, daba órdenes a su marido o a su hija mayor, solucionando algunas cuestiones del hogar: Sandrita, traiga las galletas para su hermano por favor, que el acolchado ese tiene que llevárselo Virginia, se ha largado a llover y entra agua por la persiana rota, mañana compraremos la carne… Pero ni un solo microgesto en su cara indicaban prisa o malestar, ni por los temas de la casa, ni por el niño inquieto y con sueño que se trepaba encima de ella, ni por la intrusa que le hacía preguntas sobre su vida. En ningún momento de la conversación se le desdibujó su sonrisa. Charo seguía hablando y hablando. Enseguida mi mente empieza a recorrer algunos textos que me resuenan sobre feminismo que hablan de ellas. Escribimos como si las conociéramos y como si supiéramos más que ellas. ¿Qué podemos decir sobre estas mujeres desde el feminismo “blanco” europeo si apenas las conocemos? ¡Cuántas cosas nos podría enseñar Charo a tantas intelectuales que dejamos tantas veces de sonreír por culpa de nuestras ansiadas carreras y vidas académicas! 

A pesar de la fuerte lluvia, y no sin las recomendaciones e insistencias de Charo en ofrecerme todo tipo de recursos para no mojarme – su espíritu de matriarca cuidadora es a toda hora y con todo el mundo – salgo a la calle con una satisfacción inmensa. No sólo por el trabajo realizado, sino porque comprendí que el legado era mucho y más de lo esperado. Conocí a una persona de gran valor, un alma que contagia alegría, aunque suene cursi decirlo, aún con el cansancio en el cuerpo y el agobio y costos de haber arrastrado a una familia entera a la aventura migratoria. Volví a caminar por el carrer Llull hacia el metro, otra vez observando el paisaje urbano de las fronteras sociales y me invadió una sensación un tanto infantil de que las mujeres-hadas existen y de que fui tocada con su varita. Me di cuenta de que yo también estaba sonriendo. Charo: una mujer gastada y fresca. Ignorante y sabia. Rural y urbana. Imponente e invisible. Habitante de la frontera. Cuidadora del universo.  

Charo pasará a ser una entrevista más, parte de la llamada “muestra”, su nombre será parte de una larga lista de mujeres que figurarán seguramente en el capítulo metodológico. Leerán citas de ella pero ningún jurado se enterará de su sonrisa. Y Barcelona seguirá manteniendo la sonrisa de Charo del otro lado de la frontera. 

La sonrisa de Charo no quedará registrada en mi tesis, pero yo nunca me olvidaré de su imagen mientras hablaba, de su canto, de su magia, de su alegría… ¿Hay acaso un regalo más bonito que la gente te regale su propia historia acompañada de una amplia y espontánea sonrisa?