domingo, 24 de abril de 2011

Tiempos de domingo (y no de cualquier domingo)

Misteriosamente, de pronto noto que la tarde de este caluroso domingo avanza muy despacio. Excursión, bicicletas, pic-nic y hasta los deberes de la escuela hechos. Me sorprendo de mí misma y me regocijo como si me hubieran dado un premio a la madre más eficiente, cosa muy difícil en los tiempos que corren. Y como si fuera un descubrimiento asombroso, se me ocurre ponerles una película y echarme una siesta. Inevitable recurso de madre moderna. Traslado el ordenador a la sala, con las rutinarias precauciones autoritarias que poco sirven, siempre dirigidas al hijo mayor – pobre, lo que pagará en psicólogos – y me voy a mi habitación en busca de esa paz codiciosa, contemplando, no sin ternura, la imagen de dos personitas diminutas sentadas en el sofá, que miran la pantalla con ojos grandes descubriendo en ella un mundo nuevo de enanos, princesas y elfos. Aún no me creo que hayan salido de mi propio cuerpo, que hablen, que piensen, que reclamen, que pregunten… pero ahí están, amándome cada día, aunque a veces crea que no me lo merezco.
Me acomodo en mi cama de costado y mi pensamiento se dispersa en lo que me espera esta semana: planificación del trabajo de campo, un par de eventos y compromisos, alguna reunión, llamadas importantes, el trabajo sobre la luna para Zoe… Rápidamente me ubico en el calendario. Domingo 10 de abril. ¡Con razón no era un domingo cualquiera! Hace exactamente 9 años – era un martes lluvioso - llegué a esta ciudad. Todavía puedo invocar el momento y revivir ese cosquilleo que recorrió mi cuerpo al bajar del avión. Una mezcla de emociones donde se cruzan el miedo y la valentía, los nervios y la tranquilidad. Barcelona lucía tal cual hoy. Las fachadas de atrás de los edificios vistos desde el tren, con las ropas colgadas en ventanas y patios escondidos. El paso apresurado de la gente que camina mirando al suelo. El ruido y el ritmo de una ciudad trabajadora que no acaba de entregarse al turismo.
Las endorfinas iban haciendo efecto y mi pensamiento adormilado se transformaba en sueño, cuando de pronto oigo una vocecita: "Mamá, el ordenador se quedó negro". Esa codiciosa paz de madre que nunca llega y que me recuerda que no gano el premio, pues olvidé de enchufarles el cable de la batería. El pequeño percance es resuelto inmediatamente por el interesado, sin que yo apenas diga o haga nada. En unos pocos segundos en que dejo de respirar, el pequeño adulto de 7 años busca el cable y lo enchufa, acomodando todo como si fuera un auténtico experto. Ese tipo de acciones que las madres no nos acabamos de creer, o bien que no acabamos de aceptar. Así es. Ellos crecen. Nuevamente mi pensamiento se concentra en él. Mi hijo, el mayor, el que siempre me recuerda que el tiempo pasa y cada tanto hace relucir su habilidad para devolverme al espacio donde vivo. Debieron pasar varios años en esta ciudad, cuando reaccioné que vivía en ella. Fue cuando miré al cielo y quise enseñarle las estrellas. Escruté el universo con la vista y no reconocí ninguna. Caí en la cuenta de que estaba de pie en otro hemisferio, junto a un niño que ya exigía respuestas, y que él pertenecía a esta tierra, cuyas estrellas tenían otros nombres. El sutil trauma de madre ignorante perdida en el planeta se me pasó rápido, sabía que unos años después me enseñaría su cielo él a mí.
Al despertar sin saber si he dormido o no, noto que aún se refleja el sol por la ventana. Y el tiempo continúa avanzando muy despacio, como si no fuera domingo de primavera. Nuevamente, una vocecita me devuelve al presente y al lugar donde estoy: "Mamá, tengo hambre".